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GUERRAS SECRETAS

A1257

Entramos, después de abrirle rendijas con los brazos a un muro de matojos y enredaderas espinudas. En un suelo parejo, acolchonado por muchas capas de hojas y ramas, se erguían los troncos de un centenar de árboles altísimos, piedras y manchas de sol. El añejo apelmazamiento de las hojas y las ramas y el denso tejido de las arañas en los tobillos de los árboles y en les costillas de los arbustos, indicaban que nunca el pie humano había pisado aquel pretil de la sierra. La envergadura de las ramas era inconmensurable. Subían en una sucesión de techumbres. Las más elevadas rascaban las costillas grises de las nubes. Ramiro, Roque, El Tunco y yo, hermanados desde aquella procesión por los barrios, nos guarecimos en el vértice donde convergían el borde plano del desfiladero y los pies pedrego

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Entramos, después de abrirle rendijas con los brazos a un muro de matojos y enredaderas espinudas. En un suelo parejo, acolchonado por muchas capas de hojas y ramas, se erguían los troncos de un centenar de árboles altísimos, piedras y manchas de sol. El añejo apelmazamiento de las hojas y las ramas y el denso tejido de las arañas en los tobillos de los árboles y en les costillas de los arbustos, indicaban que nunca el pie humano había pisado aquel pretil de la sierra. La envergadura de las ramas era inconmensurable. Subían en una sucesión de techumbres. Las más elevadas rascaban las costillas grises de las nubes. Ramiro, Roque, El Tunco y yo, hermanados desde aquella procesión por los barrios, nos guarecimos en el vértice donde convergían el borde plano del desfiladero y los pies pedregosos de la montaña. Desde allí, encaramados en los pezones de unas rocas gigantescas con forma de pecho bonito de mujer, admirábamos la intensa combinación de los colores límpidos del alba más risueña de la Tierra, al emerger el sol de la espesura verde que descendía rumbo al mar. -Con embelesarme con estos atributos de la naturaleza tengo cuerda para chingarle toda la vida haciendo la revolución, dijo Ramiro, enhiesto como un horcón en la cima de la roca monumental de su posición de guardia, ante los cromáticos destellos del amanecer. Además de la majestuosidad de la aurora, conocimos una pareja de jaguares que habitaban las cuevas ocultas debajo del follaje del campamento (los descubrimos siguiendo las huellas de los felinos). En las asambleas que dedicamos a discutir la conveniencia o no de matarlos, el acuerdo unánime fue no hacerlo. "Toda vez que estos animalitos están por extinguirse y que se ha demostrado que lo único que quieren de nosotros, invasores de su territorio, es conocer nuestras formas y hedores", anotó Carlos Ceballos en el acta de acuerdos.